viernes, mayo 18, 2018

Jardines en tiempos de guerra, de Teodor Cerić


Volví a ver el huerto de mi padre, a la sombra de un inmueble comunista de veinte pisos, en los arrabales de Sarajevo, donde aprendí a sembrar, a podar, a observar cómo brotan las plantas y crecen insolentemente hacia el cielo. Sí, me dije –y el mar de plomo me observaba mudo, sin contradecirme ni asentir–, plantar un jardín es algo que siempre vale la pena. Si disponemos de poco tiempo, si alrededor de nosotros el mundo vacila y la muerte, en todas sus formas, avanza, lo único que podemos hacer es transformar una parcela de tierra, no importa cuál, en un lugar acogedor, un lugar que acoja más vida.
Eso es lo que pensé, de pie en la playa de Dungeness, sintiéndome extrañamente sereno, por primera vez, creo, desde que salí de mi país.

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De pie junto al muro de hormigón, volví a pensar en la carta en la que Beckett sueña con poder vivir toda la vida en Ussy, mirando "la hierba crecer entre las piedras". Me lo imaginaba en su jardín, sentado sobre los talones, con las tijeras de podar en la mano, la mirada clavada en el suelo, observando la vida ínfima que se aferraba al suelo, que intentaba resistir a la destrucción a la que están condenadas todas las especies, como Vladimir, Estragon, Hamm, Clov, Winnie, Krapp y toda la banda de pecios que recorre su obra. Y también debía de pensar en sí mismo, en su voluntad de resistir, a despecho de todo sentido común, de proseguir sin saber por qué ni cómo, sospechando que Godot nunca va a llegar, ni siquiera a esa casa de Ussy, que sin embargo él mismo había construido. Quizás, al levantarse, saludaba a todas aquellas plantas tenaces. Un poco como cuando estaba en su despacho de París y, según dicen, hacía señales a los prisioneros de La Santé, justo enfrente, de ventana a ventana.

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No, no hay tiempo que perder. Por eso evito cuanto puedo las infinitas distracciones que nos alejan de lo que es sencillo e inmediato.

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La ilusión más temible de la escritura es la que consiste en hacerte creer que puede abolir el espacio, y también el tiempo, volver a hacer presente lo que no está, o alcanzable lo que se ha perdido para siempre. Creo que cedía a esa tentación. Es cierto que mientras intentaba recrear aquellos jardines en la página me los volvía a encontrar tal como los había dejado, y volvía a andar por ellos con la misma alegría, como si yo siguiese siendo el cachorro vagabundo de aquellos lejanos años o como si esos sitios no hubieran envejecido. 


[Elba Editorial. Traducción de Ignacio Vidal-Folch]