miércoles, abril 25, 2018

Un ser de lejanías, de Francisco Umbral


Me da miedo ya escribir un par de folios para cualquier sitio, porque inmediatamente se transmutan en billetes, siempre demasiados billetes. ¿Mi prosa es un objeto de consumo, una moda? Puede que sí.
Y disfruto de la ironía de la vida –el destino no existe, pero siempre es irónico–, que no es que nos niegue lo que pedíamos, sino que nos recompensa con lo que no habíamos pedido. Y largamente. Un hombre no sabe lo que vale hasta que no se lo dice el gerente de un Banco.

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El día en que me despierte sin ganas de leer el periódico es que me habré despertado muerto. Aquel periódico de la infancia y la provincia, con su cabecera gótica y negrísima. Allí leía yo antes de saber leer, me hundía en aquellas páginas como en un lecho crujiente, como los náufragos en su lecho de hojas o los mendigos en su lecho de papeles viejos.

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Lo que me da la lectura del periódico son unas ganas nerviosas de escribir. De modo que me asombro cuando me preguntan cómo puedo escribir todos los días. Lo que no podría es no escribir. Dentro de mí está el idioma como dentro de un reloj de pared está el tiempo.

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Hay un día en que la vejez se junta con la enfermedad. Ya no se sabe si duelen los años o si consisto en mis enfermedades. Los males son rotatorios y me rondan todo el cuerpo. Como cuervos merenderos, cada día se posan en una rama del fino árbol de sangre. Pero entre tanta negrura variada y venidera, veo con lucidez que envejecer es recuperar el presente. De niño se vive en el presente.

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He perdido mi vida viviendo. Ahora soy un rebaño de enfermedades, tanta belleza no atendida como olvidamos a través de la vida.

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Cuando yo empecé a hacer literatura en los periódicos, me dijeron que era muy bueno, pero que era siempre igual. Unos críticos han consagrado mis libros y otros han deseado por escrito mi no existencia corporal, mi inexistencia no sólo literaria, sino física. Todos han elogiado mi estilo por ocultar mi pensamiento.

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Tengo en la memoria cicatrices de todos los que van armados por la literatura. El discípulo amado pronto trueca su discipulazgo en rencor. Tengo tajos en el alma de todos los jefes de grupo. La tribu literaria es la más salvaje e irritable de todas las tribus urbanas. A mi vez, conozco a mis damnificados y no me arrepiento.

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Sin rencor, o purgado de todos los rencores por las enseñanzas de la edad, uno escribe su escritura, escribe la escritura, como la vieja que en cuclillas hace el guiso pobre para los perros, sin saber siquiera si pasarán los perros a comerlo. Basta con el placer de guisar.


[Austral]