jueves, enero 11, 2018

Consumidos, de David Cronenberg


David Cronenberg es uno de mis cineastas favoritos. No sólo he visto varias veces casi todas sus películas, sino que procuro leer los monográficos que le dedican, los libros de entrevistas y los reportajes y los especiales de las revistas de cine. Su incursión en la narrativa fue una extraordinaria noticia para quienes somos fanáticos de su obra. Aunque algunos han criticado esta novela, para mí reúne todo lo que esperaba de Cronenberg: complejidad, perversiones, asuntos retorcidos, actitudes perturbadoras y un interés enorme por la carne, la máquina, la tecnología y la unión entre el cuerpo y el metal. En Consumidos hay gente con tumores, una chica que se corta pedazos de su cuerpo, un hombre acusado de haberse comido a su esposa, una mujer que cree que tiene un seno invadido por insectos, periodistas obsesionados con adentrarse en reportajes que casi acaban protagonizando… Lo de menos es el argumento, que tampoco es sencillo como para contarlo aquí.

Después de leer a David Cronenberg, como después de leer a David Lynch (hablo de sus entrevistas y de su libro sobre meditación), uno se pasa unos cuantos días mirando el mundo de otra forma, sobre todo aquello que guarda relación con la materia, con las texturas que se degradan, con el proceso de óxido y de putrefacción de los objetos y de las frutas, con los detalles más diminutos de nuestro entorno. Un fanático de Cronenberg no se debería perder esta novela de prosa densa y pasajes exigentes con el lector. Aquí van unos extractos: 

Luego, otra vez en la cama, repasando las fotos con Photo Mechanic, su visionador de imágenes favorito, se decidió por unas cuantas en que aparecía guapa pero malhumorada, inteligente y concentrada. Se rió de las variantes sin sostén, pero no se decidió a borrarlas. La luz que caía sobre sus pechos era suave y voluptuosa, y cabía la posibilidad de que no salieran tan bien en el futuro, aunque ¿qué hacía ese lunar debajo del pecho izquierdo? ¿Era mayor que la última vez que lo había visto? ¿Estaba más rojo? ¿Más rosa? ¿Menos simétrico? Amplió la zona del lunar, lo encerró en una ventana suficientemente grande para abarcar el cerco ligeramente más claro que lo rodeaba, fechó la ventana y la guardó con la extensión TIFF en el archivo de "Horror Corporal", donde almacenaba imágenes de todas las partes de su cuerpo que le daban miedo, las partes sospechosas, inestables e inconstantes. Ahora, a acabar con el trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Concentración. Volver al e-mail.

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-Chase, su hija se estaba arrancando trozos de carne con un cortaúñas. Ponía los trozos en platitos infantiles de juguete, de plástico, y luego se los comía con cubiertos infantiles de juguete.
-Ajá, ajá. ¿Y cuál cree que era su intención al hacer eso? ¿Lesionarse? ¿Infligirse dolor? ¿Castigarse?

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-No ha respondido usted a la pregunta. ¿La responderá en el libro que está escribiendo?
Arosteguy se echó a reír.
-El libro es una especie de meditación sobre la filosofía del consumismo. Como es de esperar, tengo un nuevo punto de vista al respecto, aunque en cierto sentido no difiere del mío habitual. El consumismo… –cabeceó, rió por lo bajo y miró a Naomi con tal intensidad que la muchacha se estremeció–. Entiéndame, todo lo que tiene que ver con la boca, los labios, con morder, con masticar, con tragar, con digerir, con ventosearse, con cagar, todo te transforma cuando hemos vivido la experiencia de comernos a una persona que nos ha obsesionado durante cuarenta años. –Sonrió–. Lógicamente, cada una de esas cosas pasa a ser un chiste en la imaginación popular, que rápidamente se convierte en la única imaginación que existe: la mediática. Ya he visto los chistes de Internet. Algunos son muy inteligentes, muy divertidos. Hay también gráficos, incluso dibujos animados.
-¿Por eso colgó usted las fotos del cadáver medio devorado de su mujer? –preguntó Naomi, conteniendo el aliento–. ¿Para acabar con los chistes? ¿Para que el discurso volviera a la realidad humana?

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Parece que Samuel Beckett tenía contractura de Dupuytren en la mano derecha, los dedos externos se le curvaban hacia dentro y le resultaba difícil y molesto dar la mano. Aquello complacía a Hervé Blomqvist, que, mientras buscaba personas famosas con la enfermedad de La Peyroine y que además montaran en bicicleta, había descubierto que muchas de las que la padecían tenían también la contractura del barón de Dupuytren, lo cual sugería más una patogénesis del sistema inmune que un problema relacionado con el ciclismo.


[Editorial Anagrama. Traducción de Antonio-Prometeo Moya]