lunes, diciembre 11, 2017

Hellraiser. El corazón condenado, de Clive Barker


¿Por qué entonces se sentía tan angustiado al posar la vista en ellos? ¿Era por las cicatrices que les cubrían cada centímetro del cuerpo; por la carne estéticamente perforada, rebanada e infibulada y luego empolvada con ceniza? ¿Era por el olor a vainilla que exhalaban, esa dulzura que a duras penas disimulaba el hedor que cubría?
¿O era porque, al aumentar la luz, los estudió con más detenimiento y no vio nada de alegría, de humanidad siquiera, en sus rostros mutilados, sino sólo desesperación y un apetito que le provocó unas ganas irrefrenables de vaciar los intestinos?

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Donde dos minutos antes sólo había un espacio vacío, ahora había una figura. Era el cuarto cenobita, el que no había hablado ni mostrado su rostro. No era él, podía ver ahora, sino ella. Se había quitado la capucha que llevaba, así como la ropa. La mujer que había debajo era gris pero radiante; tenía los labios ensangrentados y las piernas abiertas, dejando al descubierto el pubis elaboradamente escarificado. Estaba sentada sobre una pila de cabezas humanas en descomposición y le daba la bienvenida con una sonrisa.

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Todas las cosas se cansan con el tiempo y comienzan a buscar algún oponente que las salve de sí mismas.

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¿Cómo llegó a conocer la existencia de la caja de Lemarchand? No se acordaba. Tal vez en un bar; en los bajos fondos, de labios de un compañero de desgracias. En ese tiempo no era más que un rumor… este sueño de una cúpula del placer donde aquellos que habían agotado la satisfacción trivial de la condición humana podrían descubrir una nueva definición de goce. ¿Y la ruta hasta ese paraíso? Había varias, le dijeron: mapas de la interfaz entre lo real y lo más real todavía, dibujados por viajeros cuyos huesos se habían convertido en polvo hacía mucho tiempo. 


[Hermida Editores. Traducción de Juan Carlos Postigo Ríos]